Pedro José Chamizo Domínguez, «La traducción como problema en Wittgenstein»
Cuando alguien nos informa de la reciente lectura de una obra escrita originalmente en una lengua distinta a nuestra propia lengua nativa y vertida a ésta, puede introducir en su informe expresiones del tipo de:
[1] “Es una buena/mala traducción”, o,
Por su parte, con la expresión [2] estamos ante una situación distinta. Ahora se sospecha que la traducción perfecta es teóricamente imposible, aun en el caso en que se adquiriesen y aplicasen todos los conocimientos necesarios e imprescindibles por parte del traductor; esto es, aun en el caso de que el traductor fuese un perito consumado en su arte. Ahora no se pone el acento en la mayor o menor capacidad o habilidad del individuo que traduce, sino que se duda de la posibilidad misma de la traducción en razón de la sospecha de que siempre quedarán—aun entre las lenguas más cercanamente emparentadas—islotes sintácticos, semánticos y/o pragmáticos inaccesibles a una versión exacta.
En las proferencias [1] y [2] hay subyaciendo, pues, determinadas posturas teóricas con las que son solidarias, y ello porque la decisión final sobre la posibilidad o imposibilidad de la traducción, siempre que pretenda ser algo más que una opinión de tertulia, debe ser consecuencia de una teoría del lenguaje, de una filosofía del lenguaje, y, por ello, solidaria y congruente con una determinada teoría del significado y con una determinada teoría del aprendizaje del lenguaje.
Así pues, a los intentos de simbolización del lenguaje—de los que es un buen ejemplo la simbolización lógica—suele subyacer la convicción de que la traducción es teóricamente posible. Y la traducción es aquí posible porque previamente hemos acordado establecer unas reglas y un simbolismo adecuados que liberen al lenguaje común de todas sus presuntas ambigüedades, imprecisiones y variaciones semánticamente inútiles. El simbolismo lógico exige el acuerdo previo y la pretensión de establecer un lenguaje no sometido a los avatares a que está sujeto cualquier lenguaje natural.1 Pero una teoría del lenguaje y una reflexión filosófica sobre la traducción que diesen razón sólo de los lenguajes formales no daría cuenta del lenguaje que, en última instancia, más nos interesa a todos comprender, que es precisamente el lenguaje común, con todas sus presuntas ambigüedades, imprecisiones y variaciones semánticamente inútiles.
Por su parte, cuando se aborda el tema de la traducción a la luz de filosofías del lenguaje que toman como modélico el lenguaje común se suelen poner de relieve las dificultades de la traducción hasta el punto de que algunas de ellas mantengan la radical imposibilidad de la tarea de traducir. Así, por ejemplo, si se acepta la tesis de la solidaridad entre lengua y visión del mundo, como sucede en las reflexiones sobre el lenguaje de W. von Humboldt, de E. Sapir o de B.L. Whorf,2 traducir será una tarea condenada al fracaso de antemano justamente porque tanto la LO como la LT reflejan visiones del mundo difícilmente reconciliables entre sí. Igualmente, si se problematiza la cuestión de la referencia, como es el caso de Quine,3 habrá que problematizar también la tarea de la traducción y acabar proponiendo la tesis de la indeterminación de la traducción.
Las dos posturas teóricas sobre la traducción resumidas aquí no es frecuente que se den en la misma persona en distintos momentos de su proceso reflexivo, porque difícilmente alguien adopta en el curso de su vida dos filosofía del lenguaje lo suficientemente incompatibles entre sí como para cambiar sus posturas teóricas sobre la posibilidad o imposibilidad de la traducción. Quizás el único caso de relieve en que un mismo filósofo haya acuñado dos filosofías de lenguaje originales y sumamente difícil de reconciliar entre sí sea el de L. Wittgenstein, con su inicial teoría figurativa del lenguaje y su ulterior teoría de los juegos de lenguaje. Ahora bien, si la teoría figurativa y la teoría de los juegos de lenguaje son difícilmente reconciliables entre sí, se puede avanzar como probable la hipótesis de que las posturas sobre la traducción expuestas en el Tractatus Logico-Philosophicus y las expuestas en las Investigaciones Filosóficas también serán difícilmente reconciliables. Es más, como se intentará hacer ver aquí, es precisamente un problema de traducción el que permita explicar el paso del primero al segundo Wittgenstein.
1.3. La traducción en el Tractatus.
El tema de la traducción se aborda en el Tractatus desde el lenguaje que se toma como modelo paradigmático para comprender cualquier otro lenguaje: el lenguaje lógico. Frente a los equívocos producidos y originados en el lenguaje común (Ungangsprache), que llevan a que «la misma palabra designe de modo y manera diferentes... o que dos palabras que designan de modo y manera diferentes se usen aparentemente del mismo modo en la proposición»,4 se hace necesario establecer un simbolismo adecuado con objeto de que la relación 1–1 entre un término y un objeto quede garantizada, esto es, se trata de establecer un lenguaje que encorsete las exuberancias del lenguaje común. Una vez analizados y reconocidos los problemas que plantea el lenguaje común, se tratará, pues, de establecer o consensuar una gramática y un simbolismo de modo que «para evitar estos errores debemos emplear un lenguaje simbólico (Zeichensprache) que los excluya, no usando el mismo signo en símbolos diferentes ni usando aquellos signos que designan de modo diverso, de manera aparentemente igual. Un lenguaje simbólico, pues, que obedezca a la gramática lógica—a la sintaxis lógica» (T. 3.325).
Ahora bien, este Zeichensprache no puede ser ni totalmente arbitrario, porque entonces no daría cuenta de la realidad en cuanto que no guardaría ninguna relación con ella ni se atendría a la gramática lógica, ni una reproducción exacta de la realidad, porque entonces difícilmente conseguiríamos alcanzar el ideal de relación de 1-1 al que aspiramos con objeto de eludir las trampas que nos tiende a cada paso el lenguaje común. El lenguaje construido «que obedezca a la gramática lógica» debe ser, pues, una “figura” de la realidad al modo como un dibujo o una maqueta representan y nos ayudan a comprender un hecho o un acontecimiento. Estas figuras de los hechos no podrán ser meramente arbitrarias, porque entonces no guardarían relación alguna con la realidad, sino que deberán ser «un modelo de la realidad» (T. 2.12 y 4.01) que suponemos formada por objetos simples,5 que son figurados en la simplicidad lógica de los nombres.
La posibilidad de reproducir la realidad en el lenguaje viene avalada porque debe haber algo común a ambos: «En la figura y en lo figurado debe haber algo idéntico para que una pueda ser figura de lo otro» (T. 2.161).
Y lo que hay de idéntico en el caso del lenguaje como figura de la realidad es «la forma lógica de figuración» (T. 2.2). Y puesto que «la figura lógica de los hechos es el pensamiento» (T. 3), puesto que «nosotros no podemos pensar nada ilógico» (T.3.03), puesto que la expresión de ese pensamiento en el lenguaje son las proposiciones y puesto que sólo podemos establecer «un análisis completo, y sólo uno, de la proposición» (T. 3.25), tenemos que pensar que las proposiciones correctamente compuestas en cualquier lenguaje natural son sólo aquéllas que pueden tener correspondencia con las proposiciones correctas según el análisis lógico.
Con respecto a la traducción de proposiciones de una LO a una LT cualesquiera podemos afirmar provisionalmente que estará garantizada su correspondencia si, y sólo si, las proposiciones de LO y las de LT están construidas de acuerdo con el único análisis completo que cabe de ellas. Aquellas proposiciones cuyo análisis lógico nos muestre su incorrección deben ser despreciadas como sinsentidos, pues mal podríamos traducir a LT lo que ya es un sinsentido en LO. Analizar el ejemplo chomskiano de «Green uncolored ideas sleep furiously».
Puesto que las proposiciones no son el último paso en el análisis wittgensteiniano del lenguaje, sino que el análisis de una proposición nos muestra que ésta está compuesta de unos elementos más simples empleados en su construcción, que son los «nombres».6 Y el nombre se refiere (bedeutet) al objeto (Cfr.: T. 3.203), que también debe ser simple para que pueda ser la referencia exacta del nombre. De acuerdo con esto la tarea de traducir aparece como de una extremada sencillez teórica; bastará con conocer que la referencia objetual de la palabra P en LO se corresponde con la palabra P' en LT para que la tarea de traducir se convierta en una faena mecánica: «Si yo conozco la referencia (Bedeutung) de una palabra inglesa y de una palabra alemana correspondiente, es imposible que no sepa que ambas tienen la misma referencia, es imposible que no sepa traducir la una en la otra» (T. 4.243).
Así pues, la tarea de la traducción consistirá en averiguar si la referencia de la palabra P en LO es la misma que la referencia de la palabra P' en la LT y suponer que el objeto referencial no varía, ni de una lengua a otra, ni, dentro de una misma lengua, de una época a otra o de un hablante a otro. Esto es, para que sea posible la tarea mecánica de la traducción, que parece mantener Wittgenstein en este texto, hay que hacer abstracción de cualquier cambio diacrónico o de cualquier connotación afectiva o individual que una palabra haya podido sufrir (o pueda tener) en LO y no en LT o viceversa.
En cualquier caso, Wittgenstein no se va a parar en hacer este tipo de consideraciones por ahora y mantendrá que la traducción es factible con tal de que sea factible descomponer correctamente la proposición en sus partes constitutivas. No será necesario ni tan siquiera traducir proposiciones de LO a LT, sino simplemente prestar atención a los elementos constitutivos de las proposiciones y verterlos directamente. El sentido de la proposición como conjunto nos vendrá dado por añadidura: «La traducción de una lengua a otra no es un proceso de traducción de cada proposición a otra proposición, sino sólo la traducción de las partes constitutivas de las proposiciones. (Y el diccionario no traduce sólo los sustantivos, sino también verbos, adjetivos, conjunciones, etc.; y lo trata todo del mismo modo» (T. 4.025).
Puesto que las «partes constitutivas de las proposiciones» son básicamente los nombres y éstos no pueden no tener referencia objetiva, bastará con que sepamos que la palabra P de LO y la palabra P' de LT hacen referencia al mismo objeto O para que no sólo consigamos traducir cada palabra aisladamente, sino también la proposición completa en que tales términos aparecen. El proceso de traducir podrá ser formulado recurriendo a igualdades7 y estableciendo, a partir de ellas, una ley de la traducción. Las igualdades serían las siguientes:
1. P = O
Si esto es así, resultará que la reflexión sobre la traducción se puede convertir en uno de los eslabones que explican el paso del primer al segundo Wittgenstein, de modo que la reflexión sobre la traducción no es un subproducto de su filosofía del lenguaje, sino que la traducción se convierte en un problema lo suficientemente patente e importante como para que lo hiciera revisar las tesis expuestas en el Tractatus Logico-Philosophicus en favor de la nueva filosofía del lenguaje de las Investigaciones Filosóficas.
Veamos la anécdota según la versión de N. Malcolm: «Un día (creo que viajando en tren) cuando Wittgenstein insistía en que una proposición y aquello que describe debían tener la misma ‘forma lógica’, la misma ‘multiplicidad lógica‘, Sraffa hizo un gesto, que para los napolitanos significa algo así como disgusto o desprecio, y que consiste en cepillar la parte inferior de la barbilla con un movimiento hacia fuera de las puntas de los dedos de una mano. Y preguntó: ‘¿Cuál es la forma lógica de esto?’ El ejemplo de Sraffa produjo en Wittgenstein la sensación de que existía un absurdo en la insistencia sobre que una proposición y lo que ella describe deben tener la misma ‘forma’. Esto rompió la presa que sobre él ejercía la concepción de que una proposición debe ser literalmente una ‘imagen’ (sic) de la realidad que describe».11
Bajo el sabor hagiográfico de este texto, redactado muy al estilo de aquellos textos edificantes en que se narran las conversiones de los grandes pecadores, se nos está haciendo patente cómo un problema de traducción con el que Wittgenstein no había contado lo lleva a revisar su teoría figurativa y la tesis del isomorfismo entre el lenguaje y la realidad. Utilizando terminología popperiana, se puede decir que la imposibilidad de traducir al lenguaje lógico esta proposición gestual de Sraffa hace que la teoría figurativa del lenguaje quede falsada. Las costuras del corsé lógico que Wittgenstein había querido imponer al lenguaje y a la realidad en el Tractatus comienzan a descoserse porque la prenda teórica era demasiado estrecha para ellas. Y la primera costura que salta, según el texto de N. Malcolm transcrito, es la costura de la aplicabilidad de las posturas de Wittgenstein a la traducción. Es la imposibilidad de traducir convenientemente o, lo que es lo mismo, de encontrar una “forma lógica” adecuada a la proposición gestual de Sraffa lo que llevará a Wittgenstein a reconocer sus anteriores “pecados” y a “convertirse” (en el sentido religioso y en el sentido etimológico de “dar la vuelta” o de “volverse hacia”) al lenguaje común.
Ante un hecho no previsto ni asimilable por la teoría figurativa del lenguaje del Tractatus, como es el de la imposibilidad de proporcionar una forma lógica adecuada a la proposición gestual de Sraffa, Wittgenstein tenía dos alternativas posibles ante sí. En primer lugar, podía haberse reafirmado en su teoría figurativa y, con voluntad idealista, haber mantenido que, si el lenguaje común no se deja encorsetar por la forma lógica o por la gramática lógica, peor para el lenguaje común.12 La segunda alternativa, que es obviamente la que escogió Wittgenstein, consistirá en abandonar sus presupuestos anteriores e investigar otra teoría que pudiese dar también razón del lenguaje común—incluido el lenguaje “vulgar” de Sraffa. El fruto de este segundo camino será su teoría de la multiplicidad de juegos de lenguaje. Pero ahora, en congruencia con el cambio de postura teórica sobre el lenguaje, también habrá de cambiar sus tesis sobre la traducción.
Analizada la anécdota narrada por N. Malcolm y visto cómo en ella el problema de traducción planteado a Wittgenstein por P. Sraffa adquiere una importancia capital de cara a la revisión de la teoría figurativa del lenguaje del Tractatus, veamos ahora dos problemas concretos de traducibilidad que presenta la teoría figurativa: el problema de la referencia y el problema de lo simple.
Si se mantiene la tesis del Tractatus que afirma que el objeto es la referencia del nombre13 y que esta relación referencial debe ser de 1–1, tendremos que mantener, en congruencia, que un nombre deja de tener referencia cuando no podemos señalar un objeto para él. De acuerdo con ello, aquellas proposiciones en las que entren a formar parte nombres sin referencia carecerán de sentido. Es más, como parece que el aprendizaje de la relación entre el nombre y el objeto se deberá llevar a cabo por la vía de la ostensión, es sumamente difícil alcanzar la garantía última de que un apalabra P de una LO y una palabra P' de una LT tengan exactamente la misma referencia. Esta indeterminación de la vía ostensiva nos puede llevar a situaciones tan curiosas como la del caso narrado por E. Nida sobre los indios motilones, quienes usan la palabra castellana ‘purísima’ cuando creen encontrarse ente el diablo.14
El segundo de los problemas, que aparece con toda su crudeza cuando se le ve desde la perspectiva de la traducción, es el que presenta el concepto de lo simple, tanto si se aplica al nombre como si se aplica al objeto, y ello porque ha habido un cambio de paradigma ontológico del primer al segundo Wittgenstein.
Por parte del nombre, la afirmación del Tractatus de que los nombres son «los signos simples empleados en la proposición» (T. 3.202) se hace sumamente problemática justamente cuando esos “signos simples” se intentan verter de un juego de lenguaje natural a otro juego de lenguaje natural.15 Es más, lo que para una lengua natural puede ser un signo simple puede no tener, y de hecho muchas veces no tiene, su correspondiente signo simple en otra lengua natural, de modo que la segunda debe recurrir a varios signos o, incluso, a una perífrasis (que puede ser una proposición entera) para expresar lo que la primera hace con un signo simple.16 Así, por recurrir a un ejemplo de dos lenguas naturales íntimamente emparentadas, lo que para el hablante catalán es un signo simple como seny, el hablante castellano se ve obligado a expresarlo recurriendo a dos signos como ‘sentido común’, que expresarían, si es que llegan a expresarla, la misma referencia objetual que el catalán seny.
Por parte de los objetos, la afirmación de Wittgenstein del Tractatus de que «el objeto es simple» (T. 2.02) sólo puede tener sentido como una proposición en la que se nos pide nuestro asentimiento con vistas a llegar a un acuerdo que nos permita establecer ulteriormente un simbolismo riguroso. Como afirmación acerca del mundo o acerca de la realidad parece, cuando menos, pretenciosa, como el propio Wittgenstein hace ver en las Investigaciones Filosóficas.
Así pues, el fracaso del intento de imponer el corsé lógico al lenguaje común y la imposibilidad de aplicarle la tesis isomórfica van a llevar a Wittgenstein a abandonar el símil de la palabra como figura de la realidad para comparar la multiplicidad de las palabras y de las proposiciones con la multiplicidad de las herramientas: «Es interesante comparar la multiplicidad de las herramientas del lenguaje y de sus formas de utilización, la multiplicidad de los tipos de palabras y de proposiciones con lo que los lógicos han dicho sobre la estructura del lenguaje. (Y también el autor del Tractatus Logico-Philosophicus)». (I.F., I, 23).
Reconocido por parte de Wittgenstein que las palabras y las proposiciones del lenguaje (común) son herramientas—y ya no figuras de la realidad—que sobrepasan con mucho todo cuanto los lógicos hayan podido decir sobre él, y puesto que los contraejemplos encontrados—en especial la imposibilidad de traducir a una forma lógica la proposición gestual de Sraffa—han invalidado la teoría figurativa del lenguaje, habrá que buscar y proponer otra teoría del lenguaje que respete la multiplicidad y variedad de las herramientas. Pero ahora quizás tenga que cambiar, en consecuencia, también la postura sobre la traducción del Wittgenstein lógico del Tractatus.
Como resultado de haber cambiado su noción de nombre, Wittgenstein tendrá que cambiar el papel asignado a aquél en la proposición y el propio papel que la proposición ejerce en el conjunto del lenguaje. Efectivamente, si para el Tractatus «entender una proposición quiere decir, si es verdadera, saber lo que acaece» (T. 4.024), para las Investigaciones «entender una proposición significa entender una lengua» y «entender una lengua significa dominar una técnica» (I.F., I, 199). De modo que, así como para el Tractatus la operación de entender una proposición hacía referencia a la realidad de lo que acaece, ahora la operación de entender una proposición no tiene que llevar aparejada necesariamente ninguna creencia de que con ella se sepa lo que acontece en el mundo o qué sea el mundo, sino que la proposición adquiere su sentido en cuanto que está inserta en un sistema semiótico determinado al que esa proposición pertenece.
Para entender la proposición contenida en el gesto de P. Sraffa, por ejemplo, no habrá que averiguar si le corresponde o no una “forma lógica”, sino entender y dominar la técnica del lenguaje gestual al que pertenece tal proposición. Esto es, ya no se deben buscar en el trasfondo de las proposiciones «las reglas estrictas y claras de la estructura lógica» (I.F., I, 102), porque no van a aparecer siempre tales reglas por más que las busquemos, sino que estamos ante una nueva concepción del lenguaje en la que éste aparece ahora como un complejo juego hecho con palabras, acciones, gestos, usos, costumbres e instituciones.17
Con ello tenemos: 1, que hay que renunciar a la idea rectora del Tractatus de que exista algún lenguaje más perfecto que otro; 2, que cada juego de lenguaje es autosuficiente; y 3, que las proposiciones tienen sentido dentro del juego lingüístico al que pertenecen, con independencia de su correlato con la realidad.
Todo ello llevará a Wittgenstein a abandonar el proyecto esencialista del lenguaje del Tractatus, proponiendo, frente a la teoría figurativa del lenguaje, la teoría de los juegos de lenguaje. Aunque este punto se haya criticado argumentando que en toda actividad lúdica está presente la idea de ganar o de perder,18 Wittgenstein mantendrá que no hay algo común a todos ellos, sino sólo un conjunto de parecidos entre unos juegos y otros, que él llama «parecidos de familia» (I.F., I, 67).
Precisamente, por ser cada lenguaje (y cada lengua) un juego que no tiene que tener notas comunes con todos los demás lenguajes, hay que restringir el significado de ‘significado de una palabra’ sustituyendo en muchos casos la semántica por la pragmática y recurriendo, otras muchas veces, a la ostensión como método para averiguar el significado de una palabra: «Para una clase extensa de casos en que se utiliza la palabra ‘significado’—aunque no para todos los casos en que se utiliza—, esta palabra se puede explicar de la manera siguiente: El significado de una palabra es su uso en el lenguaje. Y el significado de un nombre se explica, a veces, señalando su portador» (I.F., I, 43).
En este texto aparecen dos cuestiones conectadas entre sí y que tienen que ver con el tema de la traducción. La primera de ellas consiste en la nueva tesis wittgensteiniana que da la primacía a la pragmática frente a la semántica y que afirma que el significado de una palabra no hace referencia (contra lo que se infería del Tractatus) a ninguna entidad extralingüística, sino que ahora la palabra significa en la medida en que (y según) se usa en el contexto de un determinado juego de lenguaje.
La segunda de las cuestiones consiste en que, al enlazar el significado de una palabra con el uso de ésta, ahora las palabras podrán ser definidas de modo análogo a como lo son las herramientas, según el uso que tengan. Y las palabras son, además, herramientas polivalentes que en cada juego de lenguaje pueden ser aptas para usos diversos y no coincidentes de un juego a otro juego:19 «Piensa en las herramientas de una caja de herramientas; hay un martillo, unas tenazas, una sierra, un destornillador, una regla graduada, un recipiente de cola, cola y tornillos. Tan diversas como son las funciones de estos objetos, así de diversas son las funciones de las palabras» (I.F., I, 11).
El símil wittgensteiniano entre las funciones de las herramientas y las funciones de las palabras expuesto en este texto ofrece dos cuestiones que conviene señalar con objeto de pasar del tema general del lenguaje al tema específico de la traducción.
La primera cuestión enlaza con el sentido obvio que se desprende del texto y consiste en que la función de una palabra en un juego de leguaje determinado (como la función de una herramienta) sólo puede venir definida por el uso concreto que esa palabra tenga, y no impuesta previamente. Aplicando esto a la traducción, tendremos que el traductor no podrá partir de una definición apriorística de cada palabra del tipo de las definiciones que proporcionan los diccionarios, sino que tendrá que llevar a cabo su traducción después de conocer el uso específico que tiene una palabra o un grupo de ellas en el juego de lenguaje origen y en el juego de lenguaje término de la traducción. Así, por ejemplo, el término inglés corner y el término francés coin, tomados aisladamente, no podrán ser traducidos al castellano con exactitud hasta que no sepamos si son usados como ‘esquina’ o como ‘rincón’. Del mismo modo, la traducción literal e expresiones aparentemente tan sencillas (que el Tractatus justificaría)20 como “It is raining cats and dogs” o “Faire de châteaux en Espagne”carecerían de sentido en el juego de lenguaje castellano, no tanto porque carezcan de referencia objetiva, pues su traducción literal es posible, sino porque su uso en castellano es muy otro y aquí llueve “a cántaros” y hacemos ese tipo de castillos “en el aire”.
Al igual que sucede con expresiones como las transcritas acontece con las palabras aisladamente consideradas u ocupando algún lugar dentro de las proposiciones. ¿Serían perfectamente iguales términos tales como virtus, tal como lo utilizaba un romano contemporáneo de Nerón y tal como ese término es utilizado en el latín eclesiástico o como es utilizado su descendiente castellano ‘virtud’? Es evidente que no, y ello porque precisamente lo que ha cambiado de un juego de lenguaje a los otros dos ha sido el “uso” del término. Para el romano en cuestión el término virtus no tenía básicamente el uso aplicado al ámbito moral que tiene en el latín eclesiástico y en el castellano ‘virtud’, sino que tenía otro uso muy distinto relacionado con su sentido etimológico de ‘virilidad’, que haría que la traducción literal al latín de la proposición castellana “Agripina aventaja a Claudio en virtud” (Agrippina Claudium virtute praecedit) fuese entendida bien como una contradicción en los términos, bien como una velada denuncia de que Agripina era más viril que Claudio.21
Y este ejemplo nos lleva a la segunda lectura posible del último texto citado de Wittgenstein, lectura que también plantea serios problemas al ideal de traducción del Tractatus, pues las palabras/herramientas son susceptibles de tener un sólo uso o múltiples usos. Esto es, una determinada palabra puede tener en un juego de lenguaje un sólo uso o múltiples usos, al igual que el martillo puede usarse para clavar clavos, sacar clavos ya clavados, como arma arrojadiza o como pisapapeles, por ejemplo. Y los usos que se pueden hacer de una palabra en un determinado juego de lenguaje no tienen porqué coincidir con los que se hagan en otros juegos de lenguaje. Por ello el traductor nunca podrá estar totalmente seguro de cuál sea el uso que en cada momento se hace de una palabra con objeto de indagar qué palabra o grupo de palabras debe proponer en su traducción. Es más, esta situación de indeterminación es susceptible de aparecer (y de hecho aparece) incluso sin salirse de un sólo juego de lenguaje. Así, el hipotético oyente romano de la proposición “Agrippina Claudium virtute praecedit” no podría saber nunca con certeza si estaba oyendo una contradicción en los términos o una irónica acusación de lesbianismo en Agripina y de afeminamiento en Claudio.
1.5. La indeterminación de la traducción.
Con ello entramos en la tesis básica que se puede inferir de las Investigaciones Filosóficas sobre la traducción: la tesis de la indeterminación de la traducción. Y la traducción se hace problemática, al menos, por tres razones: 1, porque en las Investigaciones Filosóficas se introduce la historia en la consideración del lenguaje; 2, porque la relación lenguaje/pensamiento no proporciona un punto fijo de referencia de cuerdo con el cual las palabras tengan un referente mental común; y 3, porque tampoco el recurso a la ostensión garantiza la igualdad de uso de una palabra en una LO y en una LT cualesquiera.
En contraste con la visión sincrónica (o mejor, acrónica) del lenguaje que subyace en el Tractatus, en las Investigaciones Filosóficas introduce Wittgenstein la diacronía como el segundo factor que hay que tener en cuenta para la correcta comprensión del lenguaje, en la medida en que el uso de una palabra puede ser explicado, en muchos casos, históricamente. Esto es, la consideración histórica, que estaba totalmente ausente del Tractatus, aparece ahora como factor imprescindible para comprender los desplazamientos semánticos y pragmáticos que dan razón del uso lingüístico en un determinado momento. Y la dimensión histórica del lenguaje aparece con toda claridad cuando Wittgenstein compara a éste con una ciudad antigua: «Nuestro lenguaje se puede considerar como una ciudad antigua: un laberinto de callejuelas y plazas, de casas viejas y nuevas, de casas con construcciones añadidas en diversas épocas; y esto rodeado de muchos arrabales nuevos con calles rectas y regulares, y con casas uniformes» (I.F., I, 18).
Aunque Wittgenstein introduce la similitud entre el lenguaje y el urbanismo para ilustrar la cuestión de la completitud de un lenguaje determinado, este símil es aplicable, con toda exactitud, al problema de la traducción. Si aceptamos que las lenguas, como las ciudades, pueden ser fruto de la construcción azarosa de la historia, de un plan urbanístico previo o, lo que es más frecuente, una mezcla de ambos, tenemos asegurada la no correspondencia entre dos lenguas cualesquiera al modo como no son superponibles dos ciudades cualesquiera. El ideal de traducción del Tractatus, según el cual la traducción sería posible por la mera sustitución de una palabra por otra, ya no puede ser mantenido porque ahora el uso o los usos que una palabra haya adquirido de la historia en una LO pueden no tener una exacta correspondencia con el uso o los usos que esa palabra haya adquirido en una LT. Queda la posibilidad de pensar en la exacta correspondencia de uso entre dos lenguajes formales (y por ello ahistóricos), como es posible pensar en la exacta correspondencia entre dos ciudades diseñadas por un mismo urbanista. Aquí sería posible traducir con toda exactitud de una LO a una LT, pero una teoría de la traducción construida desde lenguajes formales dejaría fuera de su ámbito de aplicación al lenguaje común. Así pues, el hecho de que el uso de las palabras en las lenguas naturales sea fruto de la historia imposibilita la exactitud de la correspondencia entre una LO y una LT cualesquiera, exactitud necesaria para que fuese posible el ideal de traducción del Tractatus.
Puesto que el paso automático de LO a LT nos está vetado por ser las lenguas naturales fruto de la historia, podemos pasar a considerar una segunda hipótesis que haga plausible la posibilidad de la traducción recurriendo a una instancia mental en la cual existiría un lenguaje ideal (LI) que los diversos lenguajes concretos tomarían como modelo. En este caso podemos pensar que la traducción de LO a LT sería posible recurriendo a la mediación de LI. Este es el caso en que nos encontramos cuando «nos esforzamos—pongamos por caso, cuando escribimos una carta—en encontrar la expresión correcta para nuestros pensamientos» (I.F., I, 335). Aquí«nos encontramos con un caso parecido a aquél en que alguien se imagina que una proposición, con la notable colocación de las palabras que tiene el alemán o el latín, no se puede pensar tal cual. Que primero se ha de pensar y, después, se ponen las palabras en aquel extraño orden. (Un político francés escribió una vez que una peculiaridad del francés es que, en él, las palabras están en el mismo orden en que se piensan». (I.F., I, 336).
Con la cita y crítica burlona del galocentrismo del político de marras, que es extensible a cualquier postura que vea la lengua como expresión del Volkgeist, Wittgenstein está negando que sea posible recurrir a un hipotético LI para decir en LT lo dicho originalmente en LO. Aunque aquí Wittgenstein se centra en el ejemplo de la sintaxis, tal ejemplo es extensible también a cualquier análisis semántico o pragmático. Así pues, el recurso a un LI nos está vedado también para establecer la posibilidad teórica de la traducción. Y ello porque «el funcionamiento de una palabra no se puede adivinar. Se ha de mirar la aplicación que tiene y aprender a partir de ella» (I.F., I, 340).
Si el funcionamiento de una palabra hay que aprenderlo “mirando”cómo se usa, nos queda el recurso a la ostensión como tercera hipótesis que nos permita pasar de una LO a una LT tras haber observado las condiciones fácticas en que se usa una determinada palabra en la LO. Tras una serie de observaciones podríamos aprender el uso de todas las palabras de LO y verterlas a LT. A partir de aquí podríamos, incluso, planear una exhaustiva estrategia que nos permitiese pensar en la posibilidad de la traducción radical al modo como la plantea Quine. Para ello habrá que postular que «la manera común de actuar los hombres es el sistema de referencia a través del cual encontramos la interpretación de una lengua extranjera» (I.F., I, 206). Suponiendo que sea cierto que haya una manera común de actuar de los hombres más diversos ante estímulos similares, podríamos recurrir a explicaciones ostensivas. Pero esta vía tampoco es garantía de acierto, porque «quien llega a un país extranjero, a veces aprenderá el lenguaje de la gente del país a través de las explicaciones ostensivas que la gente le da; y a menudo habrá de adivinar la interpretación de estas explicaciones, a veces acertará y a veces no». (I.F., I, 32).
La explicación ostensiva se muestra, pues, insuficiente también para garantizar una versión exacta de LO a LT justamente porque, para que sea posible, hay que recurrir en gran medida a la adivinación de los referentes o a la mayor o menor sagacidad del traductor para hacer sus observaciones, incluso cuando se trata de palabras que hacen referencia a objetos perfectamente delimitados en el espacio y en el tiempo. Un caso signo de reseñares el que dio origen a la palabra castellana ‘bigote’,22 palabra que no está documentada en castellano antes del siglo XVI y que no tiene ninguna analogía en ninguna otra lengua europea para designar ese objeto piloso del labio superior de algunos varones. Al parecer, el término ‘bigote’ fue introducido en el castellano como fruto de una incorrecta observación al percatarse los castellanos de que los hablantes de algunas lenguas germánicas (parece que los flamencos, en concreto) proferían la expresión Bi God! a la vez que se tocaban los bigotes, lo que llevó a los castellanos a identificar esa proferencia con el objeto piloso del labio superior de algunos varones—prácticamente todos en la época de referencia—y no con una exclamación.
Si la definición ostensiva es problemática como modo de averiguar la correspondencia entre una palabra de la LO y otra de la LT, siendo su objeto de referencia perfectamente localizable espacial y temporalmente, mucho más lo será cuando se trate de palabras tales como ‘amor’, ‘libertad’, ‘ira’ o ‘democracia’, a las que no podemos hacer corresponder ningún objeto delimitado en el espacio y en el tiempo.
La explicación
ostensiva tampoco garantiza, pues, la fidelidad de la traducción,
y ello porque «ya se ha de saber (o poder hacer) alguna cosa antes
de poder preguntar por la denominación de una cosa» (I.F.,
I, 30). Y justamente lo que queríamos establecer era la posibilidad
de aprender algo desde ella. La pretensión de una exacta traducción
está, pues, imposibilitada porque los diversos lenguajes no son
otra cosa que “juegos” y la traducción misma es también otro
«juego de lenguaje» (I.F., I, 23. Subrayo
mío).